jueves, 25 de febrero de 2010

Los desafíos de la narcocultura

Los desafíos de la narcocultura

Tomás Eloy Martínez

El siguiente artículo es el último que el recientemente fallecido autor argentino Tomás Eloy Martínez escribió para el diario The New York Times. En él acentúa la creciente influencia de la cultura del narcotráfico que incide en sociedades como la mexicana y colombiana; asimismo, propone como única salida a esa espiral de violencia la despenalización del uso de las drogas.
Esta colaboración muestra la lucidez y agudeza de una valiosa pluma que, sin duda, hará falta en la reflexión sobre los temas relevantes para las sociedades contemporáneas

Los novelistas van siempre un paso adelante de la realidad. Hacia 1930, el argentino Roberto Arlt vislumbró en sus dos grandes novelas, Los siete locos y Los lanzallamas, la madeja fascista que se cernía sobre las naciones jóvenes del sur. Así también ahora la guerra contra las drogas y el narcotráfico impregna buena parte de la literatura, sobre todo en Colombia y México, donde la cultura narco se ha infiltrado en todos los aspectos de la vida.
Expandida como un virus, la cultura narco pone y derriba gobiernos, compra y vende conciencias, se toma la vida de las familias y ahora la vida de las naciones. La cultura narco es la cultura del nuevo milenio.
Todos los días las noticias arrojan cadáveres que se ordenan entre “decapitados” y “severamente mutilados”. Los sicarios ya no tienen una patria, sino que las invaden todas: el cartel de Sinaloa tiene laboratorios en la provincia de Buenos Aires, las bandas que actúan en las sombras imponen guerras en las favelas de Río de Janeiro o en las villas de San Martín, en España, o Boulogne, de Francia.
La traición, si se sospecha, se castiga con acciones mafiosas; si se prueba, con crímenes que traen más muertes, en una escalada de venganzas infinitas.
En su novela póstuma 2666, el novelista chileno Roberto Bolaño relató en toda su crudeza y horror los asesinatos de mujeres en Santa Teresa, transmutación literaria de Ciudad Juárez, enclave fronterizo con El Paso, Texas, donde desde hace décadas gobiernan la violencia y la impunidad. Esas muertes narran un crimen continuo, una historia de nunca acabar.
Un empresario poderoso que observa cómo su país está siendo minado por los narcotraficantes en complicidad con la corrupción del poder, decide ganarles “siendo más criminal que ellos” en la última novela del escritor mexicano Carlos Fuentes, Adán en Edén. La manera en que el dinero sucio del narcotráfico penetra en la sociedad provocó picos de rating en la versión para televisión de Sin tetas no hay paraíso, la historia en la que Gustavo Bolívar, escritor colombiano, cuenta cómo una joven de 17 años se prostituye para comprarse pechos más grandes y así acceder al círculo de los traficantes.
La lista viene amontonando títulos en sintonía con el ritmo en que avanzan la muerte y la corrupción por el continente: Rosario Tijeras, del colombiano Jorge Franco; La Reina del Sur, del escritor español Arturo Pérez-Reverte; Balas de plata, del mexicano Élmer Mendoza, o La virgen de los sicarios, del colombiano-mexicano Fernando Vallejo, son apenas unos pocos ejemplos con un denominador común: cada golpe al narcotráfico es devuelto con otro golpe aún mayor.Es lo que le ha ocurrido al presidente Álvaro Uribe en Colombia y ahora al presidente Felipe Calderón en México. Mientras tanto se destruyen personas, familias, pueblos, culturas. Cada día se hace más evidente que la guerra no es la solución al problema y que la única vía posible es enfrentarlo desde la raíz, es decir, desde la despenalización del consumo.
Las inteligencias más lúcidas del continente insisten en que es imperioso llegar a un acuerdo de cooperación entre traficantes y consumidores. Cuando se rompan esos pactos siniestros de silencio y dinero, y los expendios de droga salgan a la luz del día, como el alcohol después de la Ley Seca, quizás hasta los propios traficantes descubran las ventajas de trabajar dentro de la ley.
La despenalización avanza. España, que trata la drogadicción como un problema de salud, fue el primer país europeo en despenalizar el consumo de marihuana. La posesión para uso personal no es delito, aunque el consumo público está castigado con multas administrativas y su legislación contra el tráfico está entre las más severas de Europa.
Hace pocas semanas, y a contracorriente de una costumbre avalada por el ex presidente George W. Bush, la Administración de Barack Obama estableció que los fiscales federales no gastaran sus recursos en arrestar a personas que usan o suministran marihuana con fines medicinales.
Quizás el caso más conocido sea el de Holanda, donde en rigor es delito el consumo de cualquier sustancia prohibida. Sólo hay cierta consideración para el acceso a la mariguana en los llamados coffee shops, lugares reservados para la compra y consumo de menos de cinco gramos diarios.
En Argentina un fallo de la Corte Suprema de Justicia estableció que el consumo personal de mariguana no es un delito y también ha concentrado en un solo juzgado federal todo lo relacionado con el paco, un veneno barato que arrasa los círculos más pobres de la población.
¿Es la despenalización la cura de todos los males? El lenguaje de las armas demostró su fracaso y la historia ya escribió su ejemplo más contundente cuando en los Estados Unidos se prohibió el consumo de alcohol durante los 13 años que duró la Ley Seca.
La prohibición que comenzó el 17 de enero de 1920, lejos de hacer desaparecer el vicio, provocó la creación de un mercado negro del que surgieron todos los Al Capone, los Baby Face Nelson, los falsos héroes como Bonnie & Clyde y una legión de padrinos que sembraron el terror a sangre y fuego. Como era casi previsible, muy pronto la corrupción se apoderó de las conciencias policiales.
De los agentes encargados de velar por la prohibición, un 35 por ciento terminaron con sumarios abiertos por contrabando o complicidad con la mafia y, como era previsible, muy pronto aparecieron las estadísticas nefastas: 30 mil muertos y 100 mil personas resultaron víctimas de ceguera, parálisis y otras complicaciones por envenenamientos con el alcohol metílico y otros adulterantes, a los que recurrían los bebedores desesperados.
En 1933, cuando Franklin D. Roosevelt derogó la Ley Seca, el crimen violento descendió dos tercios. En Estados Unidos no se acabaron los borrachos, pero desaparecieron los Al Capone.
El arma más efectiva contra los jefes del narcotráfico es arruinarles el negocio. Y la única vía posible para hundirlos es legalizando el consumo. No se trata de alentar el consumo, sino de controlarlo mejor, invirtiendo en campañas efectivas de salud pública.

publicado en el diario El Sur Febrero 2010

lunes, 1 de febrero de 2010

Playeras

Ahora que en nuestro país proliferan las camisetas con mensajillos dizque jocosos y parodias a logotipos de marcas muy conocidas (diez años tarde por cierto), es momento de retomar con orgullo la tradicional prenda que muestra la tapa de un disco, sirve como testimonio del paso de una gira por cierto punto del globo, o anuncia de manera clara y directa un conjunto.



La camiseta oficial, representa en la actualidad muchas más ganancias para un grupo, que la venta de discos compactos y en algunos casos es más redituable que la venta de entradas para un concierto. Fabricarla tiene un costo aproximado de cinco dólares y quienes la adquieren pagan cerca de veinticinco.
Del precio al público, casi el cuarenta por ciento va a parar a manos del artista; en Estados Unidos existen compañías dedicadas a comprar los derechos de manufacturación de mercancía oficial de una banda (como MerchDirect); dependiendo el calibre del artista y el potencial de ventas que tenga, se le otorgan adelantos hasta por 400 mil dólares.



Con todo y las probadas bondades de la camiseta del rock (y aunque lleva décadas formando parte de la cultura pop), todavía encuentra en su camino algunos detractores. El peor de todos, el más dañino, el que desea exterminar esta forma de arte para siempre, son las madres de familia. A la mía, por ejemplo, le perturbaba en demasía mi camiseta con la tapa del álbum Dirty Rotten Filthy Stinkin' Rich, de Warrant, que solía ponerme en bautizos, bodas, funerales, festivales escolares y básicamente cualquier evento social donde hubiera que ir vestido. Harta de que su retoño portara la imagen de un gordo fumando billetes en el pecho, mi progenitora hizo como que se le perdía la mencionada prenda, la cual reencarnó, meses después, en un par de trapitos de cocina, monísimos.



Otro enemigo importante de la camiseta del rock lo encontramos en los sujetos que reciben y/o atienden en restaurantes "finos", de esos donde se come sentado y con cubiertos. No importa qué edad se tenga el personal de esos lugares siempre mirará con desconfianza al portador y le asignará la mesa más arrinconada posible para evitar que otros comenzales se escandalicen con el arte de tapa del And Justice For All. En realidad me parece que esos tipos son envidiosos y les encantaría pasar aunque fuera 24 horas con una camiseta del rock y no con el ridículo uniforme que la mayoría de las veces se les obliga a portar.
La sagrada prenda (fabricada casi siempre de algodón) provoca incomodidad en recepcionistas, personal de oficina, algunos médicos, ejecutivos, directores de colegio; y cuando el diseño involucra fuego, sangre o calaveras, las señoritas se asustan mucho.



Se trata de una frivolidad. Pero la camiseta de un grupo de rock que te gusta, sirve para ir por el mundo diciéndole, a cuanto transeúnte te encuentras, tus opiniones sobre la vida, el partido que has decidido tomar, a quién apoyas incondicionalmente, qué concierto te cambió la vida o qué disco estarías dispuesto a comprar cien veces si fuera necesario. Es una frivolidad, pero luego esas cosas hacen que la vida parezca menos complicada.